Alicia y las vincapervincas (relato para el concurso #historiasdelibros de Zendalibros e Iberdrola)



Carlos siempre odió la rapidez con la que se secaban las vincapervincas. Bastaba un fin de semana sin agua y las plantas se echaban a perder de manera irremediable. Desde que Alicia falleció, Carlos debía hacerse cargo de tareas domésticas a las que hasta ese momento no había prestado atención.

Formaban un matrimonio clásico, de los de antes, de los que apenas se miran ni se hablan y creen adivinarse en gestos repetidos durante décadas. Él: trabajo en el banco de 8 a 17, cartas, petanca con los amigos, cognac y fútbol. Ella: compra, cocina, limpieza, costura y una afición desmedida por las plantas y los programas del corazón.
Hasta en la cama eran tradicionales. Carlos siempre encima en estos vaivenes del amor que, recién casados se repetían cada sábado, al año de la boda un sábado cada mes y a los cinco años los quince minutos del sábado habían dejado de existir.


Tuvieron un hijo que reprodujo el patrón clásico de sus padres. Se llamaba Carlos, como su progenitor, estudió empresariales, se casó con una chica bien, la novia de toda la vida, y se colocó en una gestoría del Paseo Espolón. Su mujer, Lucía, como Alicia, condenó, con el matrimonio, su existencia a una suerte de esclavitud bien avenida.
Carlos padre había dejado de besar a Alicia hacía muchos años. En los tiempos de la comunión del niño, a mediados de los 80, ya no había fotografías cogidos de la mano, no tenía su vida espacio para los libros ni los sueños, ya no había miradas encendidas en él, ni se dibujaba en el rostro de Alicia el sonrojo perenne del pudor que le provocaba el deseo malentendido que jamás llegó a satisfacer.


Carlos hijo tuvo una infancia normal, coches de choque en la feria de finales de mayo justo antes de los exámenes, quince días en agosto en Benidorm y los tuppers de tortilla de patata y judías verdes con tomate cada sábado que salían los tres juntos al campo.


La rutina y el cansancio floreció en sus vidas, mientras la terraza de Alicia rebosaba de vincapervincas. Carlos no entendió jamás el apego de su mujer por la planta, a la que dedicaba horas de atenciones y mimos. Nada más levantarse, con la bata sobre el camisón, preparaba el desayuno a su marido y corría a la terraza para revisar el estado de sus plantas. Las regaba a las ocho de la mañana y el tiempo se paraba para ella en esos momentos de calma en que la ciudad se desperezaba al tiempo que lo hacían sus plantas.


En ocasiones les hablaba. A todas les puso nombres. Nombres femeninos, robados de las hijas que nunca tuvo. Aprendió a hacer ganchillo con unas revistas que le prestó una vecina y cubrió las macetas con un delicado traje de hilo egipcio blanco. Las vincapervincas de Alicia lucían inmaculadas.


La primera llegó ese febrero en que Carlos hijo superaba sus primeros exámenes universitarios. Alicia llevaba ese cuatrimestre huérfana de hijo y llegó Irene. Irene era una planta ya madura y aguantó toda la temporada en la terraza, a la izquierda de la puerta era la primera en recibir el sol en las mañanas de esa estación. Alicia la mimó todos esos meses en que la indiferencia de Carlos padre y el olvido de Carlos hijo llegaron para quedarse. Irene acompañó a Alicia hasta mediados de junio, que comenzó a apagarse mientras la rutina asolaba de nuevo la existencia de Alicia: Carlos padre y Carlos hijo, los tuppers de judías y las tortillas de fin de semana, el resto de los días, soledad, televisión y charlas con la vecina. Entonces llegó la revista de ganchillo y la primera bobina de hilo egipcio y los planes que atajaban la soledad de la mujer.
Carlos hijo volvió a la universidad y Alicia se centró en la costura. Terminó una colcha de verano que tenía pendiente y trabajó con ahínco en los trajes blancos para las macetas de la siguiente primavera.


Llegó febrero y en la terraza de Alicia nuevas huéspedes disfrutaron del sol de primavera. Carla, Sofía y Alba centraron la atención de la mujer. Carla ocupó la maceta de la difunta Irene y las tres vistieron delicados trajes de hijo egipcio confeccionados los meses anteriores. Alicia salía con una silla a la terraza y se desvivía por darles conversación. Nadie le respondía, claro, pero las flores moradas fueron girándose en dirección a la silla. Y con el transcurrir de los meses, antes de que entrase junio, parecían niñas aplicadas en torno a una maestra.
En junio Alicia volvió a quedarse sola. 3 macetas vacías aguantaron el resto del año, esperando nuevas vincapervincas. Tres cada temporada: María, Beatriz y Paloma, Leonor, Elena y Arantxa… nunca repitió un nombre ni un vestido de hilo blanco. Alicia desarrolló un amor por la aguja y olvidó pronto los desayunos opíparos de Carlos padre y la atención completa que su marido le requería.


Cuando Alicia enfermó, pidió que la llevaran al hospital sus tres vincapervincas. No quería que estuvieran desatendidas y sin ellas no tenía con quién hablar. Volcó sus últimos afectos en ellas, mientras sus pétalos se arrugaban al tiempo que su madre se apagaba para siempre. El amor hay que regarlo todo el año, decía Alicia en sus últimos días a su nuera Lucía. Y Lucía suspiraba y atendía con respeto a su suegra mientras soñaba con un amor despreocupado y atento, y con olvidarse de la vida de rutina y desafectos que parecía convertirla en el eco desdibujado de la mujer que amaba las vincapervincas.


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Un jurado - formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar y Paula Izquierdo - seleccionó este relato el día 26 de abril de 2017 entre los 20 finalistas del concurso.
Gracias al jurado y a todos los que lo leyeron.


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