Una ampolla de cianuro (relato para el concurso de cuentos de Navidad de ZendaLibros #cuentosdenavidad)

Salgo del metro Plaza de España y subo la calle atestada de gente. Tiendas de bolsos y bisutería low-cost, heladerías en diciembre, espectáculos a cualquier hora... Monólogos para perdedores, salas de baile en sótanos que nadie visita. Colas de jubilados que desean agarrar un cuerpo, cualquier cuerpo, al ritmo de Manolo Escobar.

Subir a este ritmo la Gran Vía hace que me sienta ligeramente ansioso y excitado. Hoteles de 4 estrellas para estrellados y parejas abocadas al ocio de oferta.

Un poco más arriba, los escasos templos de cultura (y consumo) que quedan en el centro de Madrid. Tiendas de segunda mano, mujeres de segunda mano y chaperos 2 x 1.

Me acerco al escaparate del McDonalds y en una mesa doble, junto a la puerta de acceso, le veo, el actor fracasado. De trabajar con Soderberg a zamparse, ebrio, un Big Mac tras otro. Siento náuseas. Enfrente no es mucho mejor: hordas de adolescentes enfebrecidas aguardan turno para comprar ropa barata fabricada por pakistaníes a precio de puta. Bendita decadencia de Occidente.

Me separo del restaurante de comida rápida. Una mujer se aproxima. Lleva una cazadora de tela plasticosa oscura y un manoseado bolso estilo bombonera. Su cuerpo anguloso y de exuberantes formas mamarias se perfila bajo un tacaño vestido de licra blanca.

 Hola, cielo  me dice mientras sonríe. Sus dientes son blancos y negros, me recuerdan al teclado del Sony de mi infancia en un colegio concertado.
La mujer se contornea, se exhibe. Entreabre sus piernas y su boca.
 ¿Te apetece que te la chupe?

Me acuerdo de mi pasado de ligón en el recreo del colegio concertado, en una ciudad de provincias donde la falta de moralidad de esta puta de la calle Montera no sería bien recibida.
Estupendo  respondo  te dejo que me la chupes si te lavas la boca y me pagas. 500. Es mi precio, lo tomas o lo dejas — zanjo.

La puta me escupe y me insulta pero no la oigo. Se va buscando a su chulo, pero para chulo yo, que sigo recorriendo esta calle centenaria de la que presume la ciudad.

A la izquierda entre tantos templos de desperdicio y la cutrez, una iglesia. La imagino abarrotada por los pecados de tantos fantasmas que se arrastran por estos cientos de metros. Tiro la colilla al pasar por la puerta y una vieja se santigua, Santo Dios, al verme pasar.

Siento odio por ella y por las mojigatas que la acompañan a misa y tengo, Virgen santísima, ganas de abrirme el abrigo y que puedan rezar ante un cirio como Dios manda. Pero hace algo de frío y desisto de mi empeño.

Estoy llegando a Cibeles. Hay grupos de niños sueltos por todas partes. Me rodean cuando llego al paso de cebra. Me muerdo las ganas de arrojarles bajo las ruedas de los autobuses y coches que transitan. Me zambullo, a mi pesar, en su griterío infantil y su imbecilidad innata.

Querría adormecerme y no despertar más. Buscar en la maleta de cartón, que dejé en la pensión, una ampolla de cianuro...

Vuelvo a la Gran Vía y la manada cruza la calle. Todo está lleno de luces extravagantes. De los árboles desnudos cuelgan figuras pantagruélicas, monstruosas. Alguien tira confeti a mi derecha y los pequeños idiotas visten su mediocridad con una sonrisa digna de político.

Apesta a Navidad.



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Un jurado formado por los escritores Lorenzo Silva, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar, Paula Izquierdo y Óscar Esquivias y la agente literaria Palmira Márquez seleccionó este relato el día 12 de enero de 2017 entre los 20 finalistas del concurso. Gracias al jurado y a todos los que lo leyeron.




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